Lo explicaban con el distanciamiento propio de un médico forense al redactar las causas de la muerte frente al cuerpo inerte, cosido, desnudo y expuesto en una fría camilla de metal. O eso creían. Porque lo que revelaban sus gestos y el tono de su voz era el pudor de estar compartiendo su intimidad con una desconocida.
Antes de que yo pudiera hacer cualquier pregunta, se me adelantaban con las respuestas. "Me convencí de que era una mojigata y de que era guay hacerlo de esa manera", me dijo una. O, como resumió otra: "No quería ser una mojigata". En el subtexto del uso preciso de esta palabra se esconde una educación sexual y sentimental que podemos leer casi como un patrón entre las millennials.
El cóctel con el que hemos sido socializadas es una combinación perfecta entre el amor romántico heterosexual (y sus derivadas en la cama) y una buena dosis de culpa. Nuestro ritual de iniciación sexual no era tal si no pasaba por la penetración. Y que no se te ocurriera quejarte, que venías advertida de que la primera vez irremediablemente duele (te lo traduzco: es normal estar incómodas y debemos asumirlo). Teníamos que hacerlo como en las películas. En una o, como mucho, dos posturas. Al resto de licencias que nos permitieron las llamaron "preparativos" (un aperitivo, pero sin pasarse). Con el tiempo, y tras muchos orgasmos fingidos, descubrimos que todo el sistema estaba diseñado para el placer masculino. Si ellos disfrutan, nosotras, como las buenas anfitrionas que debemos ser, también en el sexo, encontraremos goce.
¿Quiénes ejercen estas formas de control social y adiestramiento? Están por todas partes: la familia, los grupos de amigos, la publicidad, la información que consumimos… La sociedad entera parece confabulada para garantizar el orgasmo masculino. A costa, muchas veces, de la falta de información sobre nuestros cuerpos y nuestro deseo.
'Sexo duro, pornografía y placer femenino', por Ana Marcos